Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
Las jóvenes: cinco precavidas y cinco indolentes.
Las diez jóvenes, destinadas a recibir a quien debía llegar para celebrar sus bodas, constituyen una imagen de la humanidad.
Dios se acerca a celebrar la vida, como un novio enamorado, y espera ser recibido por quienes recibieron de Él el don de la vida. Algunos están preparados, avivan sus lámparas e ingresan a celebrar la vida como fiesta. Otros, indolentes y perezosos, advierten que sus lámparas, sin reserva de aceite, se apagan sin remedio.
Alcanzado el límite de la vida, por la muerte, algunos se hallarán sin luz y encontrarán cerradas las puertas de la sala de fiesta. La carencia del aceite es la lamentable situación de muchos.
La consciente y deliberada traición al amor de Dios y de los hermanos, pone en riesgo el derecho a ingresar a la fiesta de bodas. ¡Cuántos pobres seres mueren sin combustible en sus lámparas, y se quedan afuera!
La violencia de la guerra, y del terrorismo planificado, indica la existencia del odio. La Ley del amor, grabada en los corazones por el Creador, está corroborada y testimoniada por Jesús. Sin amor las lámparas se apagan y sus dueños terminan condenados al destierro y «al crujir de dientes».
¡Qué importa que el mundo los homenajee si sus nombres no están escritos en el libro de la vida!
Estremecedora conclusión que sorprenderá a las «vírgenes necias» que descuidaron, durante sus idas y vueltas, el cultivo del amor a Dios y a sus semejantes.
- Nuestras lámparas ¿están encendidas o apagadas?
Esta parábola nos invita al examen: ¿Estamos desguarnecidos -sin aceite- para hacer de nuestras vidas un verdadero éxito o somos lámparas apagadas? Nadie podrá responder por nosotros, es responsabilidad de cada uno formular la respuesta adecuada.
El descuido de esta virtud salta a la vista.
El egoísmo, en el que consiste el pecado del mundo, recibe un culto diabólico, en una sociedad que no acaba de superar sus horribles limitaciones. Es imposible la paz y el buen entendimiento mientras no exista un propósito explícito de restañar heridas y de cerrar grietas. Parece cada vez más lejano el logro de ese propósito. La conducción política y social no logra unir voluntades, ni trascender los límites impuestos por la mezquindad y la corrupción. De todas maneras existe un «resto» oculto, o silenciado, que debe manifestarse.
En el seno de una humanidad polifacética están las «vírgenes prudentes» y quienes aún podrán serlo. Son quienes están dispuestos a la fidelidad, y se empeñan por llegar a tiempo, con «las lámparas encendidas», y ser reconocidos por Quién los invitó.
El Evangelio no intenta asustar a los pusilánimes, sino convocar a los que se atreven. Las «vírgenes prudentes» defienden su reserva de aceite, contra quienes pretenden arrebatársela.
Defender la inocencia de los niños y la santidad del matrimonio es cuidar la reserva del aceite y su recta aplicación. Existe una manifiesta confabulación para desagotar esas reservas de aceite. Allí se juntan los irresponsables de turno, dueños poderosos del control de la cultura y de la tecnología. Es el momento para una reacción que permita abastecer de aceite y, así, producir la luz y disipar las tinieblas.
- Ustedes son la luz del mundo.
Los cristianos han recibido, con el Bautismo, la misión de ser lámparas encendidas. Capaces de transmitir la Luz de Cristo -más bien de «ser» la Luz- con la que el mundo cuente para disipar sus densas tinieblas. Con qué claridad lo expresa Jesús: «Ustedes son la luz del mundo»… «No se enciende una lámpara para meterla en un cajón, sino que se pone en el candelero para que alumbre a todos en la casa. Brille igualmente la luz de ustedes ante los hombres…» (Mateo 5, 14-16).
Lo peor que puede acontecer a la Iglesia es tener una carga significativa de «lámparas apagadas».
No obstante, dispone de aceite abundante para reavivar y sostener su misión de ser Luz en el mundo, sumido en el pecado. La Palabra de Dios y la gracia de los Sacramentos constituyen la reserva de aceite, guardada por el Espíritu.
¡Qué descuido el nuestro! ¡Qué ausencia de aquel entusiasmo que animó a los Apóstoles el día de Pentecostés!
La mediocridad, que erosiona la vida de los creyentes, debe ser identificada y expulsada de la Iglesia. Para ello, se necesita revitalizar los medios que la Iglesia posee. Es preciso fortalecer la fe en la Palabra, en los signos sacramentales que, por voluntad del mismo Cristo, generan la gracia divina.
Se destaca entre ellos la Eucaristía, mediante la cual Cristo se ofrece como «carne a comer y sangre a beber»: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Quién come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Juan 6, 55-56).
La pérdida del aprecio a la Eucaristía constituye un mal para la comunidad de los cristianos.
- La provisión de aceite, para ser luz.
El secreto de la fecundidad ministerial del Apóstol Pablo procede de su amor a Jesucristo. Todo lo aprende de Él, y en Él encuentra el alimento que causa la Vida eterna.
Los sacerdotes gozamos del privilegio de traer la Eucaristía al mundo, para el bien de los que creen y de nosotros mismos. El Santo Cura de Ars, y los santos sacerdotes, no desaprovechaban la presencia de Jesús Sacramentado, y le tributaban largas horas de adoración. Si el Pastor ama la Eucaristía, también lo hará su pueblo. La Eucaristía es Cristo vivo, ofreciéndose al mundo para que tenga Vida. Él es la misericordia del Padre y el perdón de los pecados. Para eso ha venido, y permanece realmente entre nosotros.
* Homilía del
domingo 12 de noviembre.
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