Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
La pobreza de Dios.
Tener fe es disponerse a seguir a Jesús adoptando su extrema pobreza: «Mientras iban caminando, alguien le dijo a Jesús: «¡Te seguiré adonde vayas!» Jesús le respondió: «Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lucas 9, 57-58).
No me refiero a una promoción del «pobrismo», tan distante de la pobreza que observamos en Cristo. Su ingreso en la historia constituye una opuesta calificación a la del mundo financiero que descarta, apriorísticamente, los valores del Evangelio. Quien pretenda seguirlo debe asumirlos de manera integral.
La respuesta a aquel bien intencionado candidato a discípulo se empalma con la exhortación al hombre rico que quiere poseer la Vida eterna (Mateo 19, 16-22). Jesús viene a corregir nuestro conocimiento de Dios. Desplazar a Dios de nuestras preferencias es un desacierto trágico. Los caminos que intentemos, excluyéndolo, conducen, como se comprueba a diario, al caos y al desamparo.
- La verdad sobre Dios.
Aun cuando parece no enseñar, sus gestos y decisiones expresan, con más elocuencia que las palabras humanas, la verdad sobre Dios que el mundo necesita para salvarse. Entonces son posibles los oportunos cambios, de toda especie y nivel.
Cuando la tormenta ideológica se vuelve imparable, a causa de la acción de «colectivos» hábilmente dirigidos, se producen confrontaciones irreconciliables. Jesús no viene a confrontar sino a transmitir una Noticia Buena que los hombres no podrían inventar o presentar como de su invención. Para ello prepara a sus Apóstoles, y deja establecido para la Iglesia que edificará sobre ellos.
En el texto de San Lucas, que hoy hemos proclamado, aparecen otros dos personajes que pretenden seguirlo. Interponen condiciones plausibles, pero insuficientes para satisfacer las graves exigencias de la vocación divina.
Los diversos ejemplos bíblicos expresan como debe ser el seguimiento: incondicional y generoso.
Jesús nos enseña a ubicar a Dios en nuestra vida. No lo suele hacer el mundo emancipado de Dios. Su referencia al Creador oscila entre la indiferencia y la abierta oposición. Existe un silencio, cuando se trata de Dios, cultivado como ocultamiento y negación, que se hace ideología.
- Exigencias del
seguimiento de Jesús.
Es una exigencia ineludible de su seguimiento jugarlo todo por Él. Lo demás, por más considerable que sea, debe ceder el paso a Dios.
No olvidemos que el mundo fluctúa entre valores inconsistentes, como si fueran absolutos y necesarios. Jesús no deja de señalar esa diferencia, y la trágica consecuencia de no respetarla en la vida común.
La escena de Betania, tan simple y significativa, se constituye en un paradigma. Así lo entiende aquella María silenciosa y pasiva al llevarla a un comportamiento que Marta repudia. Jesús dirime la cuestión: «María ha elegido la mejor parte». Aquella mujer supo distinguir lo necesario de lo contingente, lo absoluto de lo relativo.
No obstante, Marta también lo aprende. Su acceso a la santidad indica que aprende de María. Será la norma obligada para quienes se disponen a dejarse regir por la verdad y la libertad.
Creo que el mundo, y particularmente quienes en virtud de consignas partidarias deciden ordenar la vida política y económica de un país, tendrán que acudir a valores superiores -religiosos o no- y abandonar toda pretensión egoísta, personal o de grupo. Sin esta premisa será imposible un ordenamiento estable de la sociedad.
- Cristo, testigo de la
divinidad oculta.
Jesús es el enviado del Padre y, por lo mismo, testigo del Dios verdadero, siendo Él mismo el Verbo encarnado.
Al traslucir ese testimonio en la naturaleza humana que asume, por obra exclusiva del Espíritu Santo, en María Virgen, visualiza para todo el género humano el Misterio hasta entonces oculto: «En efecto, yo fui constituido ministro de la Iglesia, porque de acuerdo con el plan divino, he sido encargado de llevar a su plenitud entre ustedes la Palabra de Dios, el misterio que estuvo oculto desde toda la eternidad y que ahora Dios quiso manifestar a sus santos» (Colosenses 1, 25-26).
Todos los hombres y mujeres, de todas las latitudes y épocas, necesitan que se les facilite la ocasión de acceder a ese necesario conocimiento. Rechazarlo es ponerse al margen de la historia y experimentarse como seres sin sentido, inexplicables y absurdos.
* Homilía del domingo
26 de junio.
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