Por Noelia Irene Barrios
EL LIBERTADOR
Durante la segunda mitad del 1800, Corrientes se vio asolada por dos grandes epidemias que provocaron un fuerte impacto en la población. Fueron el cólera y la fiebre amarilla las que afectaron notablemente a una comunidad, ya de por sí muy golpeada a causa de la Guerra la Triple Alianza (1864-1870). En el primer caso, poco se sabía del origen de la enfermedad y es por eso que, a modo de prevención, las autoridades tomaron una serie de medidas que la gente debía acatar de forma estricta. La principal prevención era sobre el agua de consumo, pero también en cómo se trataba a los cadáveres. Así surgieron medidas que hoy sonarían un tanto extremas como la de un edicto municipal publicado en el diario La Esperanza a principios de 1869.
Fue entre los años 1866 y 1868 que el cólera causó los mayores estragos en la provincia. Con muy alto porcentaje de mortalidad, la población entró en pánico ante la imposibilidad de los recursos sanitarios para contener el mal. Historiadores locales coinciden en señalar que, en gran parte esta epidemia llegó a la región como consecuencia de la contaminación de las aguas de los ríos por los cadáveres de las víctimas de la guerra.
Es por eso que, a principios de 1869 cuando la enfermedad comenzaba a remitir y para evitar un rebrote, las autoridades de la Capital insistían en los cuidados que debía tomar cada ciudadano por su bien y por el bien de la comunidad. Todas estas disposiciones se comunicaban a través de los periódicos que circulaban en la provincia como fue el caso de La Esperanza.
CONSTANCIA
En un ejemplar de febrero de ese año, disponible en la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, se pueden leer las directivas sobre el consumo del agua, el tratamiento de los residuos y muy especialmente, en cuanto al manejo de los cadáveres. Con ellos se debía tener un resguardo extremo.
«Ningún colérico podrá enterrarse fuera del cementerio la ‘Limita'», decía el artículo 4º. «Todo cajón que contenga el cadáver de un colérico deberá ser cubierto con sal», decía el 6º. Pero uno de los más llamativos era el artículo 7º: «El Departamento de Policía exigirá a toda persona que vaya en busca de boletos para enterrar cadáveres, un certificado médico en el que conste la enfermedad que padeció».
En esa línea, también estaba prohibida la exhumación de cadáveres y había restricciones en cuanto al tiempo para las despedidas, tal cual lo ordenaba el artículo 10º: «Ningún cadáver podrá permanecer en la casa mortuoria más de seis horas, debiendo ser conducido al depósito del cementerio, en donde permanecerá hasta transcurridas 20 horas después del fallecimiento».
RIGUROSO
El cuidado debía ser riguroso y es por eso que la disposición daba autoridad a la Policía, los Jueces de Paz y los comisarios para que las hicieran cumplir. Para ese entonces, había comenzado a disminuir la cantidad de víctimas, pero aún existía un fuerte temor por parte de la población local. En especial, por la desesperación ante la contaminación de los pozos de agua con el mal y la amenaza de un rebrote como consecuencia de la guerra que todavía no había terminado.
En el país, la gran epidemia de cólera que inició en 1867 también afectó a otras provincias como Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba, pero en Corrientes, las consecuencias sobre la población fueron devastadoras.
Lamentablemente, hacía 1871, cuando parecía que el panorama sanitario comenzaría a reflotar, llegó el segundo azote, la población local recibiría otro duro golpe, pero ya no a causa del agua contaminada, sino por un mosquito que fue el responsable de una diseminación mucho más rápida y eficaz de la enfermedad.
Fue el vector de la fiebre amarilla, la otra gran epidemia que azotó a la provincia y que también colapsó a los pocos cementerios que funcionaban en la Capital. Pero ese ya es tema para otro cantar.