El Papa Juan Pablo II visitó dos veces Argentina. La primera fue casi “de apuro”, el 11 de junio de 1982. Aunque nos tomó de sorpresa y sólo estuvo 31 horas en el país, el impacto de esa visita fue contundente.
En pleno conflicto bélico en el Atlántico Sur durante la Guerra de Malvinas y con el lastre de una dictadura que había hecho desaparecer a miles de disidentes, el ambiente era espeso. Aun así, el pueblo le gritaba a su paso: “¡Juan Pablo II, te quiere todo el mundo!”
La segunda, ya en democracia, fue el 6 de abril de 1987 y nuestro país fue el cierre de una gira que lo llevó primero a Uruguay y Chile. Incansable, en una semana estuvo en Buenos Aires, Bahía Blanca, Tucumán, Corrientes, Viedma, Mendoza, Córdoba, Salta, Paraná, Rosario y nuevamente en Buenos Aires, para cerrar su periplo sudamericano con ovación en el balcón histórico de la Casa Rosada y en la Jornada Mundial de la Juventud.
Juan Pablo II en Argentina
Karol Józef Wojtyła (1920-2005), que había venido al mundo en el pueblo de Wadowice, en Polonia, y había asumido en el Vaticano a los 58 años, en 1978 desde el arzobispado de Cracovia, jamás había soñado con convertirse en el primer Papa polaco de la historia y el primero no italiano desde 1523.
Pero cuando decidió venir a la Argentina, ya era el pontífice número 264 del credo Católico Apostólico Romano y estaba decidido a dar una vuelta de página en el Vaticano.
«¡No tengan miedo!» había dicho un tiempo antes, cuando aceptó la decisión del Colegio Cardenalicio que lo llevó al reino de San Pedro en Roma, el 22 de octubre de 1978.
11 de junio de 1982: 31 horas que cambiaron nuestra historia
El viernes 11 de junio diluviaba en Buenos Aires, pero el Santo Padre descendió por la escalerilla del avión, bendijo los buenos aires, se arrodilló y repitió el gesto que lo haría célebre en el mundo entero: besar la tierra que lo recibía.
La agenda papal es algo que desconoce las improvisaciones, pero la visita a nuestro país sorprendió a propios y ajenos. Apenas diez días antes había estado en el Reino Unido, siguiendo el itinerario que habían armado sus secretarios. El viaje a Sudamérica estaba en agenda con la necesaria antelación, pero nunca estuvo previsto detenerse en Argentina.
Juan Pablo II, deportista, lector ferviente y obrero de la primera hora, pronunciaría muchas homilías contra el comunismo, condenaría a “las leyes del mercado” y simpatizaba con “las semillas de verdad” del socialismo.
Desde luego, sabía exactamente sobre la guerra sucia que padecía el país, pero pidió sumar a la Argentina en ese itinerario evangelizador, porque le parecía desparejo haber besado el suelo británico y no hacerlo en el argentino, que se desangraba.
América, además, concentraba la mayor cantidad de católicos del mundo y Argentina tenía representante diplomático en la Santa Sede desde los tiempos de Juan Manuel de Rosas.
El dictador de turno, Leopoldo Fortunato Galtieri lo recibió en Ezeiza y escuchó su primer discurso como estaca a su lado:
«Permitidme que desde este momento invoque la paz de Cristo sobre todas las víctimas de ambos bandos del conflicto bélico entre la Argentina y Gran Bretaña; que muestre mi afectuosa cercanía a todas las familias que lloran la pérdida de algún ser querido; que solicite de los gobiernos y de la comunidad internacional medidas aptas para evitar daños mayores, sanar las heridas de la guerra y facilitar el restablecimiento de los espacios de una paz justa y duradera», dijo apenas llegado.
Juan Pablo II, cambio histórico
Luego, a lo largo de la travesía en auto, desde el aeroparque del oeste bonaerense hasta la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, la gente común, la de a pie, los que habían perdido hijos y amigos en Malvinas, fueron a vivarlo al costado del camino, con una esperanza en los corazones.
Y sus palabras sonaron sentidas y, para la mayoría de los argentinos, a caricia para el desconsuelo.
Quienes se tomaron el trabajo de contarlas, en ese primer discurso –dijeron- mencionó 38 veces la palabra “paz”.
Al día siguiente, 12 de junio, el Papa Juan Pablo II celebró dos misas. Una, de mañana, en la Basílica de Nuestra Señora de Luján, la patrona de los argentinos; la segunda, poco después y ya sobre el filo del mediodía, en un altar montado en la intersección de las avenidas Libertador y Sarmiento.
Millares de argentinos, muchísimos jóvenes que se topaban con algo desconocido -un católico que los inspiraba- fueron a escuchar su homilía de Corpus Christi, en donde los llamaban “queridos amigos”.
Luego, en Casa de Gobierno, tuvo una reunión a puertas cerradas con el presidente de facto. Veinte minutos que cambiaron la historia argentina.
Cuatro horas después, en Ezeiza, Juan Pablo II volvía a subir al avión que lo había traído y, esta vez, marchaba hacia Río de Janeiro.
Juan Pablo II pidió el fin de la Guerra de Malvinas
«La peor prisión es un corazón cerrado» decía Juan Pablo II. De todos modos, alguna fibra debe haber tocado en el corazón de plomo de los uniformados argentinos.
«Dios se deja conquistar por el humilde y rechaza la arrogancia del orgulloso», le habrá dicho –lo pensaba y era una de sus frases preferidas. No se sabe cómo, pero dio resultado.
La estrategia bélica de distraer con una popularidad efímera ya no daba resultado en la Junta Militar y antes de que esa decisión atropellada nos condujera a una masacre aún mayor, el gobierno anunció que las tropas militares argentinas habían capitulado frente a las británicas.
Era el 14 de junio de 1982, pero ya habíamos perdido a 649 combatientes argentinos, sin contar los tres isleños que también murieron junto a 255 militares británicos. Al menos una herida comenzaba a cerrarse.
«Que nadie se haga ilusiones de que la simple ausencia de guerra, aun siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz verdadera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia, y solidaridad”, había dicho en suelo argentino Juan Pablo II. Profético.
Karol Józef Wojtyła murió el 2 de abril de 2005, redondos 23 años después del inicio de la Guerra de Malvinas. Poco antes de respirar por última vez, pidió: «Dejadme ir a la casa del Padre».
El Papa Francisco lo nombró santo de la Iglesia en el año 2014.
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