Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
La gran incógnita del hombre.
Quienes creen en Jesús obtienen la Vida eterna. Fuera de Él está la muerte.
Es la ocasión de responder a la gran incógnita del hombre: ¿Qué es la vida y qué es la muerte?
Nos aferramos a la vida y nos angustia la muerte.
De la mano del Apóstol Juan podemos formular una respuesta adecuada. Cristo es la Vida, y para asociarnos a ella necesitamos creer en Él: «Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Juan 3, 16).
De esa manera podremos abordar el sentido exacto de la vida que nos apasiona, y de la muerte que nos atemoriza. Jesús es nuestra esperanza, es la respuesta que Dios nos ofrece.
Durante el Tiempo de Cuaresma, la Iglesia insiste en presentar a Cristo como la Verdad que viene a resolver la incógnita del hombre. El Evangelio no es un cuento de hadas. Es Jesús, Evangelio del Padre, la misma Palabra encarnada. Así lo entienden los Apóstoles y quienes la acogen en sus vidas.
La Cuaresma actualiza el anuncio de esa Palabra y, por cierto, la ofrece hoy al mundo como respuesta al enigma que lo perturba. La incredulidad, en sus diversas versiones, es el rechazo de esa Palabra de Vida. La Pascua, ya inminente, es la celebración de esa Palabra. Nos preparamos para que, dicha celebración, haga sacramentalmente realidad el Misterio de Cristo en nuestras vidas. Por ella nos adherimos a Él y recibimos su gracia.
El esfuerzo pastoral de la Iglesia está orientado a que los hombres reciban la Palabra y sean invitados a aceptarla.
Cualquier presión ideológica se opone a la metodología de Dios. La libertad -o la fidelidad a la voluntad del Padre- desempeña un rol necesario. Nadie se salva o se condena contra su voluntad. No siempre se ha entendido así.
Se ha descartado que los hombres usen su libertad saneada, en la aceptación de la Verdad, y se ha producido un fenómeno lamentable: la incoherencia entre la fe y la vida. El respeto a la libertad, y su conveniente liberación de lo que la enferma, es condición para que el Evangelio sea bien recibido.
- La Pascua es el reconocimiento del Paso de Jesús.
La acción de Cristo es sanadora.
La escena de la curación del ciego de Jericó es particularmente significativa: «Cuando lo tuvo a su lado, le preguntó: ‘¿Qué quieres que haga por ti?’ ‘Señor, que yo vea otra vez’. Y Jesús le dijo: ‘Recupera la vista, tu fe te ha salvado’. En el mismo momento, el ciego recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios» (Lucas 18, 41-43).
Reconocer el mal que se ha adueñado del ser, es la condición para que el encuentro con Cristo sea eficaz y restaure la salud dañada por el pecado, causante de todo mal.
La Palabra, predicada por los Apóstoles y la Iglesia -supuesta la buena voluntad del receptor- devuelve la salud perdida.
Durante la Cuaresma se ha ofrecido la Palabra al mundo. Como el ciego, el mundo actual debe reconocer el paso de Jesús (la Pascua) y suplicarle la devolución de la salud. La ceguera es un obstáculo que no permite ver el bien y el mal. Estamos inmersos en un mundo ciego. Cristo, que pasa, devuelve la vista, o la capacidad de optar por el bien. El Evangelio mantiene su vigencia, aunque quienes se constituyan en sus ministros pierdan su habilidad para transmitirlo.
Se requiere la fe, para que ellos también sean renovados, mediante una vida santa. El ministro de la predicación de la Palabra es un testigo acreditado de la misma. Lo será mediante la vivencia personal del Misterio que predica. Será una tarea correctiva y paciente, que comprenda todo lo que el mundo ve y pretende de la Iglesia. La relación con el mundo sirve para la transmisión del conocimiento de la voluntad de Dios.
Es verdad que no todo lo que algunos ideólogos pretenden de la Institución eclesial y de sus principales responsables, puede ser tomado en serio. Es imprescindible mantener «el oído puesto en el pueblo», desde la atención depositada en el Evangelio, como está en la Iglesia y ella lo ofrece.
Esa atención -al Evangelio y al pueblo- exige mucha reflexión y más oración.
Santos como Santo Tomás de Aquino y San Alberto Magno, destacaron esa necesaria relación. También a los ministros del Evangelio nos cabe lograr esa relación.
Cuando la Palabra evangélica no interesa al mundo, su causa debe ser buscada en la carencia de santidad de sus ministros.
La Cuaresma afecta, primordialmente, las conciencias de quienes deben predicar y celebrar la Palabra. El mundo necesita santos, y la Iglesia los requiere para cumplir su misión evangelizadora. No existe otra alternativa: «en el ejercicio del ministerio sagrado: o santos o inútiles».
- Cristo crucificado es el don del Padre al mundo.
El evangelista y Apóstol, que presentó a Cristo como Palabra de Dios encarnada, desarrolla la más perfecta e inspirada cristología. Para llegar a su conocimiento, Juan crea una formula admirable: «Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga Vida Nueva». (Juan 3, 16) El conocimiento de esta verdad, debiera conmover las entrañas más endurecidas por la incredulidad. Dios nos ama hasta el extremo de darnos a su Hijo -sin perderlo Él- en el misterio impresionante de la Cruz. Los santos se mantenían extáticos en su contemplación. La Pasión de Cristo constituía el tema de la predicación de Pablo.
Cristo crucificado es el don del Padre a los hombres. El mismo Señor presenta su muerte en Cruz como expresión perfecta del amor de Dios Pastor: «El Buen Pastor da su vida por las ovejas». (Juan 10, 11) No una muerte serena, sino en el suplicio incomprensible de la crucifixión. Santa Teresa de Jesús, postrada ante la Cruz, llegaba al conocimiento del amor inconmensurable de Dios.
La Semana Santa, que se aproxima, exhibe -al Viernes de la Pasión- como su momento culminante. Será preciso celebrar la Muerte de Cristo, para celebrar su Resurrección. Es decir, se debe pasar por la muerte para lograr la Vida eterna. Quizás sea el momento de pensar en la muerte, por la que debemos pasar, con perspectiva de eternidad. No se deduce de premisas filosóficas, no lograrían más que incentivar falsas expectativas y arribar a una inevitable desilusión. La Palabra de Dios, que Jesús encarna y formula en su enseñanza, nos ofrece la verdad buscada por lúcidos intelectuales, que no aciertan a orientarse.
Cristo, y la Iglesia que lo anuncia y celebra, se ofrece como la Verdad que conduce a la Vida eterna: «Yo soy la resurrección y la Vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre». (Juan 11, 25-26) Lenguaje esperanzador para un mundo que se esfuerza temerosamente por distanciarse del pensamiento de la muerte. Sin la fe, una vida que acaba en la muerte biológica no tiene sentido, es un absurdo.
La fe, ofrecida como don a todos, es la visión de una realidad que los sentidos no alcanzan percibir; es la orientación a la Verdad, que los hombres desean y necesitan. Es preciso difundir la Palabra que la suscita, mientras no encuentre resistencia a su presentación.
- Dios es Padre, no un implacable juez.
El hombre es juzgado por la misma Palabra rechazada. Es decir, su propia decisión de aceptar o rechazar la Palabra, se constituye en juez y parte en su destino personal.
De esa manera, quedará descartada toda idea de Dios, que lo presente como juez y castigador de pecadores. Dios es el Padre que ama al mundo hasta darle a su Unigénito. Esta verdad produce un efecto, al que cierta «espiritualidad», marcada por el miedo al juicio de Dios, ha llenado de escrúpulos e inseguridades a muchas generaciones de creyentes.
Santa Teresita de Lisieux ha sabido saltar el escollo, y se ha entregado a una confianza ilimitada en Dios. La santa Doctorcita, asistida por San Juan de la Cruz, alienta e inspira una espiritualidad más evangélica. La confianza, como expresión del amor a Dios, no admite otra seguridad, que otorgue la paz al alma, que el amor del Padre. La aprende al contemplar a Jesús -Evangelio del Padre- en la lectura orante de los Evangelios. Es tan simple, tan profunda y accesible su enseñanza que no requiere un entrenamiento académico previo.
* Homilía del
domingo 10 de marzo.
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