Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
La predicación de Jesús.
La misteriosa evolución que afecta la vida misionera de Jesús, ofrece un cauce a lo que llamamos su «vida pública». Desde el bautismo en el Jordán, el Señor no oculta su identidad y misión. Tampoco se exhibe indiscretamente. En ocasiones, aunque muy compasivo con los más necesitados, prohíbe toda imprudente difusión de los milagros que realiza.
Mateo, con la asistencia de las Profecías mesiánicas de Isaías, subraya, en el relato del comienzo de la predicación de Jesús, la intención principal de su labor misionera: «A partir de ese momento, Jesús comenzó a proclamar: ‘Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca'» (Mateo 4, 17).
Desde sus orígenes, el lenguaje de la predicación de Cristo es simple y confrontativo. Mantendrá el mismo estilo y lo transmitirá a sus discípulos.
Los veinte siglos de evangelización manifiestan su eficacia. Las directivas que imparte confirman la validez de su estilo misionero, por cuya razón deben siempre ser observadas. Su abandono causa un grave deterioro a la Iglesia, en el ejercicio de su misión pastoral.
- El poder de Dios y la conversión de los hombres.
La adopción de un lenguaje, sobre cotizado por el mundo, debilita la capacidad de presentar el Evangelio como «poder de Dios» que reclama conversión: «Yo no me avergüenzo del Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen…» (Romanos 1, 16).
La estrategia divina consiste en enaltecer lo pequeño, desdeñado por los hombres, para que se destaque el poder divino, y así se produzca el cambio o conversión.
La experiencia multisecular de la Iglesia es una sucesión de éxitos y fracasos, no vinculados a las habilidades intelectuales y empresariales de los ministros del Evangelio. La santidad de los evangelizadores es la que garantiza la llegada de la Palabra a los corazones, e inspira y posibilita la conversión.
Las comunidades formadas por la acción del ministerio de santos pastores, florecen e invitan a los no creyentes a recibir la Palabra y a cambiar de vida: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma… Los Apóstoles daban testimonio con mucho poder de la resurrección del Señor Jesús y gozaban de gran estima» (Hechos 4, 32-33).
Santos, como el Cura de Ars o el Cura Brochero, son capaces de transformar el mundo, a pesar de la ausencia de dotes académicos y de poder político. - La vida cristiana como martirio.
Los modelos originales, sumados al Modelo por excelencia, que es Cristo, son los Apóstoles.
Después de la Resurrección, confirmada la fidelidad de los Doce, integrado Matías, inician la misión que el Maestro les ha encomendado. La Iglesia fundada en ellos, por voluntad del mismo Señor, mantendrá la firmeza de la fe hasta el fin de los tiempos, atravesando las más variadas circunstancias de persecución y martirio.
El Papa Francisco acaba de declarar que en la actualidad existen más mártires que en los primeros tiempos. El martirio constituye el signo principal de la presencia cristiana en el mundo. Todo bautizado es un mártir, aunque su martirio no se produzca por muerte violenta.
Las virtudes cristianas, cultivadas hasta la heroicidad, suponen un estado de muerte al pecado que confluye en la Vida eterna. Bajo esta perspectiva la vida cristiana es, necesariamente, una vida martirial, sostenida por la penitencia y la caridad. La fe comprende una confesión explícita, que identifica a cada cristiano con el credo apostólico y se hace cargo de sus consecuencias.
Con tristeza observamos una generalizada y formal ruptura entre la fe y la vida. Hemos escuchado expresiones contradictorias como: «Soy católico, pero estoy de acuerdo con el aborto».
- La única condición es el amor a Cristo.
Para confiar su misión, y el estilo de llevarla a cabo, Jesús elige entre sus discípulos, a los que llamará «Apóstoles». Los entresaca del pueblo, sin más exigencia que la fidelidad en su seguimiento. Fidelidad que, en sus labios, durante el memorable diálogo con Pedro, es el amor. Ya resucitado reitera su absoluta confianza en el Apóstol con una sola condición, el amor: «Simón, hijo de Juan, ¿Me amas más que estos? Él le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis corderos». Le volvió a decir por segunda vez: «Simón, hijo de Juan, ¿Me amás?» Él le respondió: «Si, Señor, sabes que te quiero». Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas»…. (Juan 21, 15-17). El texto completo es de una belleza incomparable e impactante.
- Homilía del
domingo 22 de enero.
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