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    Portada » Ringo Bonavena, un peleador que vivió sin límites y que murió en su ley
    Deportes

    Ringo Bonavena, un peleador que vivió sin límites y que murió en su ley

    23 de mayo de 2021
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    A fines de 1975, el boxeador Oscar Natalio Bonavena, se había separado una vez más de su esposa, Dora. Por esa razón vivía en la planta baja de un lujoso edificio sobre la calle Lafinúr al 3.300, a metros de la avenida del Libertador, en Palermo Chico. Fue tiempo después de su heroica derrota ante Muhammed Alí en el Madison Square Garden de Nueva York, cinco años atrás, y por esos días su calidad boxística fue mermando. Era un declive que él supo disimular -incluso ante sí mismo- con resultados decorosos en unos diez combates sin rivales de primera línea.
    Aún así, amasaba un sueño: la revancha con Alí.
    Alguien, por entonces, le dijo que aquello era posible: Joe Montano, un promotor portorriqueño vinculado a la mafia norteamericana, quien lo abordó después de su victoria en el Luna Park.
    El tipo le propuso un contrato de representatividad por un cachet de 20 mil dólares, que incluía su desquite con el mejor púgil de todos los tiempos. Y Bonavena, sin vacilar, puso el gancho.
    A la semana, Luisito (el diariero que tenía su local de revistas y diarios en la vereda, cerca del departamento de Bonavena) lo vio por última vez.
    -Me voy a los Estados Unidos- le dijo, como al pasar.
    -¿Con quién va a pelear, campeón?
    Ringo esbozó una sonrisa, antes de responder: Ya te vas a enterar por los diarios, pibe.
    El 23 de mayo de 1976 (domingo como hoy), la tapa del diario Clarín publicó una foto suya; allí posaba con un habano entre los dientes. Se lo veía feliz.
    Pero el titular, con letras enormes, decía: «Mataron a Ringo Bonavena». Eso había ocurrido 24 horas entes, exactamente hace 45 años.
    En este punto es necesario retroceder a diciembre del año anterior. A mediados de aquel mes, Ringo arribó al país del Norte, acompañado por un amigo, Julio Morales «el Gordo», un muchacho vinculado a la farándula.
    Ya entonces, su pretendido relanzamiento deportivo tuvo una variación, al transferir Montano el contrato a otro mafioso, aparentemente por idénticas condiciones. Su nuevo representante resultó ser: Joseph «Joe» Conforte, un siciliano de 57 años que regenteaba, en las afueras de Reno, el Mustang Ranch, nada menos que el primer prostíbulo legal del estado de Nevada. Pero, en razón a sus cuentas pendientes con la Justicia, el establecimiento figuraba a nombre de su esposa, Jéssica Burgess de Conforte, «Sally», una madama de 59 años, lisiada por un accidente de tránsito.
    Si bien la empatía entre ella y el boxeador fue inmediata, el vínculo de éste con Joe fue, también desde el principio, vidrioso.
    Por esa razón, después de hospedarse unos días en la residencia del matrimonio, Ringo y el Gordo se fueron a un hotel.
    Finalmente, Sally adquirió -por 12 mil dólares- una casa rodante, que fue estacionada a dos kilómetros del Mustang Ranch.
    En ese marco, Conforte arregló el duelo de Ringo con Billy Jonier para el 26 de febrero de 1976.
    El rival del argentino era un púgil cuarentón, cuya máxima hazaña fue, en 1969, haberle aguantado diez rounds a Sonny Liston sin besar la lona.
    Lo cierto es que Ringo tampoco lo pudo noquear, además, hubo un detalle que lo deprimió soberanamente: la pelea, lejos de realizarse en algo parecido a un estadio, se hizo en un enorme salón del burdel, con el ring rodeado de mesas ocupadas por comensales borrachos que, atendidos por chicas semidesnudas, se entretenían arrojando trozos de comida sobre los boxeadores.
    Ni bien bajó del cuadrilátero, al ser felicitado por el jefe, Ringo le gritó: -¡Esto es un circo romano! Yo no quiero esto. Quiero una pelea grande. ¡No sé qué carajo hago acá!
    Quería romper el contrato. Sally se puso de su lado. Aunque sus buenos oficios incidieron en que él reconsiderara su renuncia. La siguiente jugada de esa mujer fue convertirse en su manager.
    Bonavena no imaginó que aquel sería su primer paso hacia la desgracia. Y el siguiente, la relación amorosa que entablarían.
    Se podría decir que, a partir de entonces, Bonavena comenzó a sentirse en el Mustang Ranch como en su propia casa. Hasta recibía a los clientes con una frase que asombraba al personal de seguridad: «¿Qué les parece mi nuevo lugar?»
    El Gordo Morales olfateó el peligro, y se lo dijo a Bonavena. Pero le fue imposible hacerlo entrar en razones. El boxeador actuaba de una manera extraña; parecía haber reemplazado sus ilusiones pugilísticas por otra ambición. Tanto es así que, con unas copas de más, se jactaba de que, gracias a Sally, se «quedaría con todo». Tanto es así que, en mayo, su criterioso amigo regresó con premura a Buenos Aires.
    En tanto, Sally tenía grandes planes para Ringo. Por lo pronto, le arregló una boda por conveniencia con una trabajadora del lugar para conseguirle la ciudadanía norteamericana. La elegida fue Cheryl Rebideaux, quien noviaba con un guardaespaldas de Joe. Su nombre: William Ross Brymer.
    Por esos días, Conforte lo encaró a Ringo, y fue directamente al grano:
    -Con mi mujer hacé lo que quieras, pero no te metas en mi negocio.

    EL ÚLTIMO ROUND

    El primer signo de violencia explícita del proxeneta hacia Ringo fue reducir la casa rodante a cenizas, tarea que corrió por cuenta de sus matones. En aquella ocasión, el fuego también devoró su pasaporte.
    El 21 de mayo, Ringo viajó con Sally a San Francisco para gestionar en el Consulado argentino un nuevo pasaporte. Su idea era regresar a Buenos Aires. Ella volvió en avión a Reno. Por su parte, Bonavena lo hizo al volante del Corvette de la mujer, quien lo esperaba en un motel.
    Aquel viernes, él hizo dos llamadas. Uno a Dora, la mamá de sus hijos, para comunicarle su inminente arribo a la Argentina; la otra, a Sudáfrica, para saludar a Víctor Galíndez, quien al día siguiente defendería el título mundial de los medio pesados ante el estadounidense Richie Kates.
    A las seis de la mañana del sábado, el Corvette clavó los frenos ante una cabina telefónica de Reno. Y Bonavena esperó hasta oír la voz adormilada de Sally. Recién entonces, dijo: -No busques más tu pistola. Yo mismo la saqué de tu cartera.
    -¿Para qué? ¿Dónde andas a estas horas?
    -Recién llegué a la ciudad…
    -Entonces, ¿por qué no vienes?
    -Todavía no. Tengo una cosa que arreglar con alguien que vos sabés.
    -Por favor no hagas locuras, ¿Qué se te dio ahora?
    -No te preocupes. Tendré cuidado.
    Minutos después, el Corvette frenó en el playón del Mustang Ranch. Al bajar, se acomodó la pistola en la caña de una de sus botas tejanas. En la boca aún humea un habano. Ringo caminó silenciosamente hasta la reja que dividía el garaje del edificio.
    Un guardia de seguridad llamado John Coletti fue a su encuentro. Pero sin franquearle el paso. Ringo insistía en ingresar. Y Coletti se lo negaba una y otra vez. Aquel intercambio parecía eterno. Hasta que, de pronto, la tenue luminosidad del amanecer fue sacudida, desde la torre de vigilancia, por un fogonazo. Brymer acababa de gatillar un fusil remington con balas 30-06.
    Uno de aquellos proyectiles le atravesó a Bonavena el corazón.
    Unas horas después, a 20 mil kilómetros de allí, Galíndez, con una ceja destrozada, cuya sangre había empapado la camisa blanca del árbitro, lograba retener su título en una de las peleas más dramáticas de la historia del boxeo. Fue en ese momento cuando le comunicaron la muerte de Ringo.
    En paralelo, el diariero Luisito se enteraba por la tapa del Clarín.
    Oscar Bonavena fue velado el sábado 29 de mayo en el Luna Park. Ante sus restos desfilaron 150 mil personas.
    Por tal asesinato, William Brymer sólo pasó 14 meses en prisión, porque el jurado consideró que el fusil se disparó accidentalmente.

    Fuente: Télam

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