Tras retirarse después de 18 años como profesional, uno de los campeones de la Copa Davis 2016 habló, por primera vez de todo. Leonardo Mayer se convirtió, sin proponérselo, en un superhéroe sin capa ni escudo; con raqueta y muñequeras de paño. El menor de cuatro hermanos -tres varones y una mujer- de una modesta familia del barrio correntino de Laguna Seca, se encumbró como una de las figuras más queribles de la historia del tenis argentino.
La Copa Davis, el bendito trofeo colectivo en un deporte de esencia individual que a la Argentina se le negó durante 93 años hasta que en 2016 se rompió el maleficio en Croacia, lo blindó, le dio un estatus jerárquico. El triunfo lo enalteció como deportista, pero, también, le dio una alta exposición que no buscaba y lo hizo desgastarse, sentirse asfixiado. Es que más allá de la ferocidad y el espíritu competitivo que exhibió en los mejores courts del mundo, nunca dejó de ser una persona muy sensible y de perfil subterráneo, cohibido ante las luces de la popularidad y que muchas tardes se refugiaba en el río Luján y la pesca para distanciarse de los ruidos de la Ciudad.
Mayer, que recientemente anunció su retiro del tenis, en un rincón de su casa donde luce muchos de sus trofeos, entre ellos la réplica de la Copa Davis ganada en 2016 y los Olimpia de Plata de 2014 y 2015. Número 21 del ranking mundial en 2015, dos títulos ATP 500 en singles (Hamburgo 2014 y 2017), otros trofeos oficiales y 376 partidos en la elite (179 victorias), Mayer -de 34 años- acaba de anunciar su retiro. Es el primero en hacerlo de los cuatro protagonistas de la inolvidable final de la Copa Davis en Zagreb. Si bien hubo sorprendidos con la decisión, no fue abrupta. Venía siendo madurada desde hacía meses; inclusive, años.
Sin jugar oficialmente desde junio (en la qualy de Wimbledon), Mayer no se animaba a dar el último paso. Hace unos días, en su casa de City Bell donde vive junto con su mujer, Milagros, y sus tres hijos (Valentino, de cuatro años, y los mellizos Pedro y Camilo, de diez meses), recibió a dos de los integrantes de su equipo, Mario Duré (preparador físico) y Diego Méndez (kinesiólogo). Disfrutaron de un asado en familia, recordaron viejas anécdotas y Leo anticipó que en breve haría el anuncio de su despedida. Por la noche, cuando ya todos se habían ido y la casa quedó en silencio, empezó a sentirse angustiado, con mareos y ganas de vomitar. Hasta la mandarina que come -casi religiosamente- cada noche, lo descompuso. No comprendía -o sí- qué le sucedía. Durmió muy mal. Claro, algo anímico procesaba por dentro.
«Antes de anunciar el retiro, la cabeza me iba a mil para adelante y a mil para atrás. Empecé a escribir la carta acá mismo. Me senté en el sillón mientras los chicos jugaban y lloraba solo. La escribí con el celular, más o menos, y empecé a mostrársela a mi mujer, a todos. Al otro día no me animé a publicarla y recién lo hice un día después. Esos días no la pasé bien, pero ya está. Estoy contento, no estoy amargado en nada. No me reprocho haber dejado. Estoy bien. Ya no podía seguir. Ya no tenía más ganas», sentencia el Yacaré Mayer, que recorrió el circuito profesional durante 18 años.
«Me empezaron a decir: ‘Todavía sos joven para largar’. Sí, pero joven para un europeo, pero no para un sudamericano -dice y profundiza-. El europeo tira, mínimo, tres o cuatro años más que nosotros. El desgaste emocional y físico es el doble en cada año. Podemos tener toda la garra del mundo, pero irte a tu casa es otra cosa. Por ejemplo, un caso con el que jugué mucho: el francés (Gilles) Simon tiene dos o tres hijos, tiene un nivel increíble, sigue jugando como si nada, pero termina un torneo y se va a la casa, lleva a los hijos al colegio. Yo no».
El tenis de elite es una actividad bajo presión y muy exigente que puede llegar a estrujar las mentes y a agobiar los cuerpos, por más entrenamiento -psicológico y físico- que exista, por más mieles del éxito que se saboreen. Es un bellísimo arte con raqueta, en el que los jugadores se convierten en una suerte de gladiadores en la arena de los anfiteatros. Pero cuando sueltan los leones, por lo general, muchos combaten solos y la salud mental se deteriora.
«¿Cuándo empecé a sufrir el tenis? Siempre fui muy tenso, tuve idas y vueltas, me costó, pero en 2019 sufrí mal, mal… Tuve varios ataques de pánico», confiesa Mayer, por primera vez en un medio periodístico. Y se hace un silencio que truena en la luminosa sala. Para ver la nota complete, sugerimos vivitar la versión web del diario La Nación.
Entre los tantos temas que trató en la nota:
La noche anterior a jugar con Rafa vamos a comer a un restaurante con (Federico) Delbonis, uno de los mejores amigos que me dio el tenis, y me tuve que ir de la presión que sentía, del ataque de pánico que me agarró. Ahí empezó todo… No aguantaba estar adentro del restaurante. Se me achicaba todo. Incomodísimo. Le dije: ‘Fede, no me puedo quedar’. Le expliqué lo que me pasaba. Comí solo en el hotel. Al otro día jugué con Nadal y le gané el primer set [7-6]. Nadal no perdía un set en ese torneo desde hacía un montón [NdR: el español había ganado las ediciones de 2016, 2017 y 2018 sin ceder sets]. Perdí el partido 6-2 en el tercero. Y terminé muerto, con un estresazo.
¿Pensaste en no entrar a jugar con Nadal?
-Y sí. No quería jugar. No quería. Pero me tranquilicé y jugué. Muchas veces el jugador está nervioso y juega igual, porque te toca, porque hay que seguir. Pero desde ahí todo me empezó a costar mucho.
Es lindísimo entrenar con Federer, con Nadal, con Djokovic, pero a su vez te generan una presión extra, porque no erran una bola y vos tenés que estar al cien por ciento, narra Mayer, revelando algo que sólo conocían sus más íntimos.
En diciembre de 2019 se casó. Se desconectó de las presiones, renovó su espíritu y se energizó. Hizo la pretemporada y arrancó de nuevo en enero de 2020, en la gira por Nueva Zelanda y Australia; y siguió por Sudamérica. Pero empezó a encadenar derrotas en primeras rondas; una detrás de la otra y, la mayoría, en tres sets, en el último suspiro. Eso siguió martillando su ánimo. Hasta que en marzo se interrumpió el circuito por el brote de Covid-19.
Siempre le escapaste a las luces. ¿La popularidad ganada en tiempos exitosos de Copa Davis te erosionó?
-Seguro que no estaba listo para todo lo que me pasó. Algunos lo asimilan mejor, o peor. Yo más o menos lo asimilé…, pero después de jugar mucho tiempo, de la Davis, de estar años en el circuito, me desgastó. Pero hasta que lo entendés le seguís dando todo porque el jugador de tenis tiene la constancia ante la derrota: perdés, seguís, perdés, seguís. Hasta que pasás la barrera y empezás a ganar un poco. Hubo un quiebre en mi carrera y fueron los ataques de pánico. Me costaba estar en una mesa con seis o siete personas. Desayunaba solo con mi entrenador o con alguien muy cercano. Ahora hace bastante que no estoy jugando y empecé a estar mejor. Después de la pandemia empezó a mejorar mi calidad de vida. Eso fue lo que terminó de darme el mensaje: ‘Ya está bien, no voy a sufrir más’. Viví un montón de cosas espectaculares. Por eso resalto que me fui bien con el tenis, no me quería ir enojado, ni odiándolo. Pero ese momento en Barcelona fue terrible. Sentí como que el estrés me ganó.
¿Hasta cuándo hiciste el colegio?
-Hasta tercer año del secundario. En 2022 me anoto para terminarlo a distancia. Tengo que terminarlo. Ya Mili me dice que lo termine. Es importante, tengo que hacerlo.
El desahogo después de la batalla: en la Davis de 2015, tras 6 horas y 43 minutos, Mayer venció al brasileño Souza; fue el partido más largo de la historia de la Copa y a partir de allí se cambiaron las reglas.
El retiro del Yacaré. Mayer, feliz y aliviado, en su casa de City Bell, con dos objetos muy valiosos de sus últimos años como tenista: la réplica de la Copa Davis y la raqueta.
Jugaste contra Federer, Nadal y Djokovic. ¿Quién es el más grande de la historia?
-Qué difícil… De esos tres es el que más te guste. Para mí es Federer. Hace todo bien.
¿Qué es lo peor del tenis?
-La soledad. La soledad que uno siente cuando le va mal. Y el amigo del campeón.
¿Qué aprendizaje te dejó el tenis?
-La constancia y ser cabeza dura en el buen sentido, no de bruto, sino de insistir, empujar.
¿Seguirás vinculado como entrenador?
-Siempre fui de mirar y de analizar; me encanta hablar de tenis, de la forma de jugar. A mí nadie me volcó su experiencia y me costó. Cada jugador es distinto y no podés comparar, pero me gustaría colaborar para que si a un jugador le viene una bomba de frente sepa que es una bomba y no vaya y se la coma directamente. Ojalá pueda ayudar, sí.
Por Sebastián Torok -La Nación.
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