Por Domingo Salvador Castagna*
Arzobispo emérito de Corrientes, Ciudadano Ilustre de la provincia
- No condena al pecador, ni niega su pecado.
Jesús no vino a negar la existencia del pecado sino a perdonarlo. Se opone a cierta tendencia, incluso entre algunos creyentes, de disminuir la gravedad del pecado hasta negarlo.
En esta escena conmovedora aparece la misericordia divina, que no condena al pecador arrepentido, pero que tampoco disimula -ni niega- la existencia del pecado: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado? Ella le respondió: «Nadie, Señor». Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. «Vete, no peques más en adelante» (Juan 8, 10-11).
La recuperación de la gracia perdida, a causa del pecado grave, sucede a la misericordia divina y al humilde reconocimiento, y arrepentimiento, del pecador.
El pecador es el mayor de los necesitados, se lo asimila al menor de los hijos, el atolondrado que se guía por impulsos y pierde la capacidad de optar responsablemente. No obstante conserva, como un reducto saludable, la memoria afectuosa de su casa familiar y el amor de su padre.
- La Ley y su recta interpretación.
Es una condición necesaria para quien, habiendo pecado, desea dar la vuelta.
Jesús vino a buscar al pecador, ofreciéndole la Palabra, que lo examina y reconduce a un sincero arrepentimiento.
Aquella mujer, sorprendida en flagrante adulterio, debía ser juzgada por una ley de extrema inclemencia, estuviera arrepentida o no de su pecado: «Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?» (Juan 8, 5). El comportamiento y las pocas palabras de Jesús, responden a lo que pretendía ser una trampa para enjuiciarlo y condenarlo. Al mismo tiempo, sacude la conciencia de sus maliciosos objetores.
Su absoluta ausencia de pecado lo inviste de una insuperable autoridad moral: «Como insistían, se enderezó y les dijo: ‘El que no tenga pecado que arroje la primera piedra'» (Juan 8, 7).
El resultado inesperado nos deja pensando en la existencia, en aquellos acusadores, de una residual conciencia moral: «Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos» (Juan 8, 9). El resto de honestidad, que impide torcer por completo la verdad, inspira aquella actitud de oportuna retirada.
Es impresionante la escena del Señor, escribiendo en el suelo, y de la pobre mujer enmudecida por el terror y la culpa. - Cristo es el Hombre Nuevo para una nueva historia.
Jesús no sólo revela en sus gestos la misericordia divina, también un modo singular de aplicar la justicia. Recuerda, a aquellos rígidos observantes de la Ley mosaica, que para ejercer la justicia se requiere una gran coherencia y rectitud moral. Como siempre, el Señor deja en claro la malignidad de la hipocresía. Su desafío a tirar la primera piedra, a quien se considere sin culpa, no es una manera hábil de confundir a sus adversarios. Si quienes deben administrar la justicia pusieran en práctica la condición sugerida por Jesús ¡qué justa sería la justicia y qué indestructibles sus dictámenes! El grado de hipocresía ha logrado hoy tan alto nivel, que los peores arrojarían la primera piedra sin vacilar. No estamos mejor que aquellos escribas y fariseos, sin dudas. Las acusaciones mendaces contra los adversarios y la incapacidad para un autoexamen sincero, enrarecen el clima social en el que nos movemos. Es la oportunidad de que el Evangelio de Jesús intervenga en la vida del mundo y le ofrezca la verdad que necesita. No depende de la endeble ética humana. Cristo mismo se constituye en modelo de un nuevo comportamiento.
4.- Tiempo de cambio.
El Tiempo de Cuaresma nos ofrece esta oportunidad. Es tiempo de «revalorizaciones», en un tiempo que ha dejado sin sustento los principios rectores tradicionales del orden moral. No es un debate de ideas. Es un enfrentamiento entre concepciones del hombre y su proyección en la sociedad. La Palabra de Dios, que Cristo encarna y predica, no es una creación humana, aunque reciba del hombre su lenguaje y cultura. Es preciso que quienes hagan una lectura correcta del Evangelio, guiados por el magisterio del mismo Cristo, encomendado a los Apóstoles, lo expongan hoy al mundo. De allí la amplitud que exige la predicación y la catequesis de la Iglesia.
* Homilía del domingo
3 de abril.
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