1. La tribulación y la santidad de José.
El relato evangélico de San Mateo nos ofrece el clima adecuado para celebrar la Navidad. Consiste en la concepción virginal de María y la revelación que recibe José de la absoluta inocencia de su santa esposa. La tribulación que padece el Santo responde al silencio de María. La Virgen abandona toda prevención humana y José prefiere echarse la culpa, al decidir abandonarla sin explicaciones y renunciando a denunciarla legalmente. Su amor santo a María inspira su decisión: «José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto» (Mateo 1, 19).
José adora el Misterio encarnado en el seno virginal de su Santa Esposa, sin concurso suyo. También será testigo de su nacimiento y velará por Él como padre adoptivo. Toda la escena de Navidad está invadida por lo que el Ángel anuncia y propone, de parte de Dios, y José acepta y adora desde su corazón pobre. Ciertamente María es el marco precioso y necesario de esta divina escena de la Navidad.
Es lamentable que así no lo entienda hoy el mundo. La Iglesia se ha dedicado durante todo el Adviento a ofrecer la Palabra y la celebración Eucarística, para que el clima social coincida con la Navidad. Lo ha logrado en muchas comunidades de creyentes y familias, pero encuentra siempre una resistencia, proveniente de la incredulidad, que parece dominarlo todo. Es la ocasión de volver, esta festividad universal, a su original inspiración. Lo logran los niños y los pobres de corazón.
La Atención a la Palabra de Dios, expresada en el Evangelio leído piadosamente, y en la celebración de la Eucaristía, se constituye en la verdadera Fiesta de la Navidad. El encuentro familiar, tan propio del clima festivo, es despojado del sentido de la auténtica Navidad cuando no concluye en la contemplación del Niño Dios. Es preciso aprender de María y José, de los humildes pastores y de los Reyes Magos.
- Recolocar al Niño Dios en su cuna de pajas.
Recuperar el sentido de la Navidad, supone despojar de la frivolidad el modo de celebrarla hoy.
El acceso a su autenticidad es renovar la fe. Para ello, es preciso dar sentido espiritual a nuestras habituales expresiones festivas. Todo cobra su verdadero sentido si volvemos a construir nuestros humildes Pesebres, recolocando al Niño Dios en su pobre cuna de pajas.
Los niños y los pobres están más adiestrados para ese saludable despojo. La humildad, que es la pobreza de corazón, es la condición para que la Navidad recupere su original identidad. Para ello, necesitamos ayudarnos generosamente para que la Fiesta sea tal y deje una secuela de Paz y fraternidad.
La superficialidad, que se aplica en los asuntos más importantes de la vida contemporánea, impide el paso a la verdad y al bien. No obstante, hay gente seria, dispuesta a tomarse «en serio» la vida. Debemos contar con ella, buscando a sus exponentes de entre las sombras del anonimato, para que protagonicen el presente y el futuro, y de esa manera reconstruyan -de sus ruinas- a la sociedad que integramos.
La misión de Cristo es, precisamente, esa reconstrucción. Lo hace trayendo a la tierra la guerra contra el mal. Vino a reconciliarnos con Dios, no a confundir el mal como si fuera bien, el pecado como si fuera una gratuita normalidad, la hipocresía con la apariencia de virtud.
La vida cristiana es el resultado de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Y todo se cumple en el silencio de Nazaret y de Belén. Allí donde Dios trabaja por su Espíritu y hace del viejo mundo, uno nuevo, y del viejo Adán, un nuevo Adán.
Es necesario dejar trabajar a Dios, cediendo al ejercicio de su libertad nuestras pretensiones.
En la Anunciación, el Arcángel San Gabriel dice a María lo que le trae de Dios: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lucas 1, 28). Esa presencia de Dios en María se cumple mediante la Encarnación anunciada. El Hijo de Dios, al hacerse Hijo de María se hace Hijo del hombre. Los pobres de corazón -María, José y los pastores- adoran lo que Dios hace, y le otorgan un alojamiento definitivo en el mundo. De ellos aprendemos lo que el Apóstol Juan afirma en el prólogo de su Evangelio: «Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios» (Juan 1, 12). Tanto María, como José, cobijan en sus vidas, en nombre nuestro, a Quien ella engendra y él custodia con amor y en pobreza. Modelos de acogimiento y soledad. El mundo se niega a obrar como ellos y, en consecuencia, a dejar que Dios obre en sus principales acontecimientos.
- Juan nos representa a todos, como hijos de María.
De María aprendemos a ser dóciles al Espíritu, que engendra en nuestros corazones al Verbo Eterno. Ella es la Madre por quien el Verbo de Dios se hace carne y habita entre nosotros; únicamente el pecado lo aleja de nosotros. Convirtiéndose en Madre nuestra, nos reconoce hermanos de su Hijo. Nuestras palabras se vuelven inexpresivas ante la decisión de convertir nuestra casa en la suya.
No podemos desconectar la Navidad del propósito divino de hacer a María nuestra Madre: «Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: ‘Mujer, aquí tienes a tu hijo’. Luego dijo al discípulo: ‘Aquí tienes a tu madre’. Y desde ese momento, el discípulo la recibió en su casa» (Juan 19, 26-27). Este texto es la expresión más tierna de Jesús agonizante. Juan nos representa a todos, y nuestro corazón se ofrece a María como filial alojamiento. No entenderíamos este conmovedor testamento de Cristo crucificado, sin contemplar la pobreza de Belén. Estar con María y Juan, junto a la Cruz del Señor, nos transporta al Niño Dios, recostado en un pesebre. De esa manera, se nos ofrece la ocasión de permanecer, junto a María y a José, en la intimidad del Misterio de la Navidad.
Nuestro sentido de la Fiesta navideña debe ser hoy recuperado, con el fin de devolverle su original sacralidad. Respetar, por parte de la sociedad, la actual comprensión de la festividad no es renunciar al Misterio, como ocurre cuando versiones espurias de la Navidad, pretenden imponerse en los deslumbrantes escaparates que el comercio promueve sin pudor.
Que el mundo sepa qué celebra cuando recuerda la Natividad del Señor. Es lo mínimo que se puede exigir, mientras los románticos villancicos crean un clima frágil de paz, rápidamente diluido en la superficie de la vida contemporánea, como las burbujas, causadas artificialmente.
- «Porque no había lugar para ellos». A pocos días de la Navidad, conviene detener la vorágine de las ocupaciones ordinarias y aprender del silencio contemplativo de María y José. La Iglesia lo intenta en su magnífica Liturgia navideña. No es saludable pasar de nuestras abrumadoras ocupaciones a una mesa bien servida, sin posar nuestra mirada en el Niño, dormido en brazos de María.
Navidad no es una Fiesta puramente amical, sin la luz que proyecta la estrella de Belén.
Un detalle, con frecuencia ocultado, aparece hoy con su reclamo: «Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue» (Lucas 2, 6-7).
Es tiempo de desentrañar la verdad y reconocer en el recién nacido, acostado en un pesebre, al Dios Salvador del mundo.
- Homilía del domingo 21 de diciembre.

